La Careta Del Gigante
Por Mario Vargas Llosa para El Pais - 13 Jul 2014PIEDRA DE TOQUE. El mito de la ‘Canarinha’ nos hacía soñar hermosos sueños. Pero en el fútbol como en la política es malo vivir soñando y siempre preferible atenerse a la verdad, por dolorosa que sea
No
funcionaba nada bien; había algo forzado, artificioso y antinatural en ese
esfuerzo, que se traducía en un desangelado rendimiento de todo el cuadro,
incluido el de su estrella máxima, Neymar. Todos los jugadores parecían
embridados. El viejo estilo —el de un Pelé, Sócrates, Garrincha, Tostao, Zico—
seducía porque estimulaba el lucimiento y la creatividad de cada cual, y de
ello resultaba que el equipo brasileño, además de meter goles, brindaba un
espectáculo soberbio, en que el fútbol se trascendía a sí mismo y se convertía
en arte: coreografía, danza, circo, ballet.
Los
críticos deportivos han abrumado de improperios a Luiz Felipe Scolari, el
entrenador brasileño, al que responsabilizan de la humillante derrota por haber
impuesto a la selección carioca una metodología de juego de conjunto que
traicionaba su rica tradición y la privaba de la brillantez y la iniciativa que
antes eran inseparables de su eficacia, convirtiendo a los jugadores en meras
piezas de una estrategia, casi en autómatas. Sin embargo, yo creo que la culpa
de Scolari no es solo suya sino, tal vez, una manifestación en el ámbito
deportivo de un fenómeno que, desde hace algún tiempo, representa todo el
Brasil: vivir una ficción que es brutalmente desmentida por una realidad
profunda.
Todo
nace con el Gobierno de Lula da Silva (2003-2010), quien, según el mito
universalmente aceptado, dio el impulso decisivo al desarrollo económico de
Brasil, despertando de este modo a ese gigante dormido y encarrilándolo en la
dirección de las grandes potencias. Las formidables estadísticas que difundía
el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística eran aceptadas por doquier:
de 49 millones, los pobres bajaron a ser sólo 16 millones en ese período y la
clase media aumentó de 66 a 113 millones. No es de extrañar que, con estas
credenciales, Dilma Rousseff, compañera y discípula de Lula, ganara las
elecciones con tanta facilidad. Ahora que quiere hacerse reelegir y que la
verdad sobre la condición de la economía brasileña parece sustituir al mito,
muchos la responsabilizan a ella de esa declinación veloz y piden que se vuelva
al lulismo, el Gobierno que sembró, con sus políticas mercantilistas y
corruptas, las semillas de la catástrofe.
La
verdad es que no hubo ningún milagro en aquellos años, sino un espejismo que
sólo ahora comienza a despejarse, como ha ocurrido con el fútbol brasileño. Una
política populista como la que practicó Lula durante sus Gobiernos pudo
producir la ilusión de un progreso social y económico que era nada más que un
fugaz fuego de artificio. El endeudamiento que financiaba los costosos
programas sociales era, a menudo, una cortina de humo para tráficos delictuosos
que han llevado a muchos ministros y altos funcionarios de aquellos años (y los
actuales) a la cárcel o al banquillo de los acusados. Las alianzas
mercantilistas entre Gobierno y empresas privadas enriquecieron a buen número
de funcionarios y empresarios, pero crearon un sistema tan endemoniadamente
burocrático que incentivaba la corrupción y ha ido desalentando la inversión.
De otro lado, el Estado se embarcó muchas veces en faraónicas e irresponsables
operaciones, de las que los gastos emprendidos con motivo de la Copa Mundial de
Fútbol son un formidable ejemplo.
El
Gobierno brasileño dijo que no habría dineros públicos en los 13.000 millones
que invertiría en el Mundial de fútbol. Era mentira. El BNDS (Banco Brasileño
de Desarrollo) ha financiado a casi todas las empresas que ganaron las obras de
infraestructura y que, todas ellas, subsidiaban al Partido de los Trabajadores
actualmente en el poder. (Se calcula que por cada dólar donado han obtenido
entre 15 y 30 dólares en contratos).
Las
obras mismas constituían un caso flagrante de delirio mesiánico y fantástica
irresponsabilidad. De los 12 estadios acondicionados sólo se necesitaban ocho,
según advirtió la propia FIFA, y la planificación fue tan chapucera que la
mitad de las reformas de la infraestructura urbana y de transportes debieron
ser canceladas o sólo serán terminadas ¡después del campeonato! No es de
extrañar que la protesta popular ante semejante derroche, motivado por razones
publicitarias y electoralistas, sacara a miles de miles de brasileños a las
calles y remeciera a todo el Brasil.
Las
cifras que los organismos internacionales, como el Banco Mundial, dan en la
actualidad sobre el futuro inmediato del Brasil son bastante alarmantes. Para
este año se calcula que la economía crecerá apenas un 1,5%, un descenso de
medio punto sobre los últimos dos años en los que sólo raspó el 2% . Las
perspectivas de inversión privada son muy escasas, por la desconfianza que ha
surgido ante lo que se creía un modelo original y ha resultado ser nada más que
una peligrosa alianza de populismo con mercantilismo y por la telaraña
burocrática e intervencionista que asfixia la actividad empresarial y propaga
las prácticas mafiosas.
Pese a
un horizonte tan preocupante, el Estado sigue creciendo de manera inmoderada
—ya gasta el 40% del producto bruto— y multiplica los impuestos a la vez que
las “correcciones” del mercado, lo que ha hecho que cunda la inseguridad entre
empresarios e inversores. Pese a ello, según las encuestas, Dilma Rousseff
ganará las próximas elecciones de octubre, y seguirá gobernando inspirada en
las realizaciones y logros de Lula da Silva.
Si es
así, no sólo el pueblo brasileño estará labrando su propia ruina y más pronto
que tarde descubrirá que el mito en el que está fundado el modelo brasileño es
una ficción tan poco seria como la del equipo de fútbol al que Alemania
aniquiló. Y descubrirá también que es mucho más difícil reconstruir un país que
destruirlo. Y que, en todos estos años, primero con Lula da Silva y luego con
Dilma Rousseff, ha vivido una mentira que irán pagando sus hijos y sus nietos,
cuando tengan que empezar a reedificar desde las raíces una sociedad a la que
aquellas políticas hundieron todavía más en el subdesarrollo. Es verdad que
Brasil había sido un gigante que comenzaba a despertar en los años que lo
gobernó Fernando Henrique Cardoso, que ordenó sus finanzas, dio firmeza a su
moneda y sentó las bases de una verdadera democracia y una genuina economía de
mercado. Pero sus sucesores, en lugar de perseverar y profundizar aquellas
reformas, las fueron desnaturalizando y regresando el país a las viejas
prácticas malsanas.
No sólo
los brasileños han sido víctimas del espejismo fabricado por Lula da Silva,
también el resto de los latinoamericanos. Porque la política exterior del
Brasil en todos estos años ha sido de complicidad y apoyo descarado a la
política venezolana del comandante Chávez y de Nicolás Maduro, y de una vergonzosa
“neutralidad” ante Cuba, negándoles toda forma de apoyo ante los organismos
internacionales a los valerosos disidentes que en ambos países luchan por
recuperar la democracia y la libertad. Al mismo tiempo, los Gobiernos
populistas de Evo Morales en Bolivia, del comandante Ortega en Nicaragua y de
Correa en el Ecuador —las más imperfectas formas de Gobiernos representativos
en toda América Latina— han tenido en Brasil su más activo valedor.
Por eso,
cuanto más pronto caiga la careta de ese supuesto gigante en el que Lula habría
convertido al Brasil, mejor para los brasileños. El mito de la Canarinha
nos hacía soñar hermosos sueños. Pero en el fútbol como en la política es malo
vivir soñando y siempre preferible —aunque sea dolorosa— atenerse a la verdad.
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© Mario Vargas Llosa, 2014.
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